Última hora. La confesión del asesino: «No me arrepiento de nada».
Esta noche ha revelado detalladamente cómo lo hizo. La madre, Amparo, rota de
dolor no quiere hacer declaraciones.
Carmen apaga la tele. El impacto del mal. Su esposo, Juan, está
preparando café.
—¿Puedes creértelo? —le pregunta.
—¿Que no se arrepienta? Es un asesino.
—¿Y el dolor que ha causado? ¿y Amparo? Por amor de Dios, ¡le
han matado un hijo!
—...
—No hay nadie que pague el dolor que ha causado. Tú sabes lo
que ha pasado, Juan, lo sabes. Conoces a la familia.
Carmen se pone una chaqueta, sale y se sienta en la silla de
mimbre del balcón. Cruza los brazos, las piernas. La muerte es una realidad dura.
Hace frío.
Juan sale al cabo de unos minutos con dos tazas. Se sienta a
su lado. Toma un largo trago de café con brandy.
silencio
No dicen nada. No levantan la mirada. Roza la cucharilla el
fondo de la taza como recorriendo la vida, largamente, vueltas y vueltas, lo
negro, lo vivido. Un silencio arraigado de realidad y misterio va creciendo
según la claridad aumenta. Todo enmudece. Los pájaros. El viento. El olvido. Silencio
de los tiempos.
absoluto silencio
Bebe un poco de café. Los tambores comienzan a oírse hilvanados
en la luz. Se acercan poco a poco. Amanece. Van llegando. Carmen se pone en
pie. Llegan.
Una densa muchedumbre carga una imagen de Cristo. Amparo, la
madre, tan sola entre el gentío, trae un llanto cuajado en amor verdadero y esperanza.
Carmen deja el café, baja. Juan decide asomarse, calla.
Se encuentran. Se abrazan. Mira a su esposo en el balcón.
Juan piensa en el asesino y sus palabras: «No me arrepiento
de nada». Reconoce que esa frase la ha dicho él mismo innumerables veces. Aparta
la mirada. En ese instante, de forma rotunda, los ojos de Cristo se encuentran
con él. Vienen ocultos en la imagen que las gentes traen. Algo sucede. Esa
mirada le toca de alguna forma en su mismo centro. Temor. Alborozo.
Esos ojos tan íntimos que aman y miran, abren el interior de
Juan. ¿Cómo es posible? El dolor de los pecados va brotando. A cada pequeño paso,
a cada golpe de tambor se va desvaneciendo su arrogante: «No me arrepiento». Quieto.
No se mueve. Estremecido. «Con mis pecados yo maté a Cristo». La verdad
adentro. Decisiva. «Soy un asesino». ¿En cuántas ocasiones lo hice? Mil veces
de mil formas. ¡Qué dolor tan terrible! Y al mismo tiempo el Amor. «No hay
nadie que pague el dolor que ha causado».
¿Nadie?
Se va fraguando dentro de él el sentimiento de Cristo, su dolor
y su querer, quiere asumir toda la negrura y el pecado sobre sí, abrazarlo
totalmente, sin asco, salvarlo. ¡Qué Amor tan inmenso! El alma en vilo. «¿Y aun
así me amas? ¿A pesar de lo que te he hecho? ¡¡Me amas!!» Sin saber cómo brota en
él un arrepentimiento grande. Certidumbre que germina, le llena y le redime. Está
naciendo de nuevo al abrigo de esos ojos. Qué hermosura contempla de repente,
ser sostenido en Amor y a cada instante. Amor inmenso, gratuito, inabarcable, que
no se agota. ¿Y por qué? Solo por Amor. Dios vivo, libre, inocente, fiel, haciendo
la paz por la sangre de su Cruz, que no se cansa de encontrarnos.
silencio
Canta un gallo. Esos ojos. Una lágrima cae hasta el café. Amparo
y Carmen caminan juntas. La imagen de Cristo pasa largamente lenta y el alma de
Juan, con Él, se queda.
Tambores.
el Sol
se alza
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