«Cuando empecé a proclamar el decreto dogmático [de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María], sentí mi voz impotente para hacerse oír por la inmensa multitud que se apiñaba en la Basílica Vaticana.
Pero, cuando llegué a la fórmula de la definición, Dios dio a la voz de su Vicario tal fuerza y tal vigor sobrenatural, que resonó en toda la Basílica.
Y quedé tan impresionado por tal socorro divino, que me vi obligado a suspender, por un instante, mis palabras para dar libre desahogo a mis lágrimas.
Además de eso, en cuanto Dios proclamaba el dogma por la boca de su Vicario, Él mismo dio a mi espíritu un conocimiento tan claro y tan grande de la incomparable pureza de la Santísima Virgen que, abismado en la profundidad de ese conocimiento, que ningún lenguaje podría describir, mi alma quedó inundada de delicias inenarrables, delicias que no son terrenas y que no podrían experimentarse sino en el Cielo.
Ninguna prosperidad, ninguna alegría de este mundo podría dar la menor idea de esas delicias»
Pío IX